Frágil. Del latín fragilis.
Es un adjetivo con la misma raíz que el verbo fracturar (quebrar o romper)
y cuyo sufijo –ilis indica posibilidad
pasiva. Es decir, algo frágil se dice, según la RAE y entre otras cosas, de algo quebradizo y que
con facilidad se hace pedazos, débil, caduco y perecedero. Esa posibilidad
pasiva, esa dependencia de lo externo es lo que me hace pensar que la
fragilidad aplicada a las personas no es un estado de ánimo mutable, sino una
condición, una forma de ser.
Yo me siento frágil muchas veces, estoy convencida de que
soy frágil.
Me siento frágil cuando viajando por carretera por la
noche, atravieso una ciudad y veo miles de ventanas encendidas y pienso cuántos
millones de personas habitan el mundo (siete mil doscientos millones de personas el 1 de enero de 2014, según google). O cuando el cielo se pone rojizo en mitad
del día y parece una señal de que la tierra va a empezar a temblar. También
siento mi fragilidad (esto me ocurre desde niña y no hay manera de cambiarlo)
cuando en los westerns clásicos aparecen
los indios por detrás de una colina montando a pelo encima de sus caballos (sé que eran películas prejuiciosas, sé que la historia fue otra, lo que me hace frágil es la imagen y el sonido de sus gritos).
Me siento frágil frente a un derribo o cuando las torres, aún
las imponentes, las demasiado altas, han caído.
Me siento frágil muchas veces delante del televisor:
cuando sube la prima de riesgo o cuando baja (en el fondo me provoca fragilidad
la simple existencia de la prima de riesgo), cuando dan noticias de las vacas
locas, o de la gripe aviar, o del virus del ébola (siempre hay una amenaza de
este tipo), o cuando hablan de la franja de Gaza, de Haití, de la valla de
Melilla o de Ukrania (siempre hay lugares que te muestran lo frágiles que
somos).
Me siento frágil frente a las estatuas de los héroes del
pasado, con armaduras, espadas y puños victoriosos.
Me siento frágil cuando el día se acaba y a veces cuando
empieza. Cuando hay luna llena a algunos les da por la licantropía, yo me
siento frágil.Me siento frágil cuando a la hora habitual alguno de los míos no
ha regresado a casa. Cuando mis hijos se suben a las atracciones más
vertiginosas (tienen más de veinte años pero, aún así, me dan ganas de
decirles: “Vamos al carrousel, veréis qué divertido”).
Me siento
frágil cuando tengo que tomar una pastilla o una decisión. Cuando no puedo
prescindir de las gafas de cerca, cuando traduzco los precios de euros a
pesetas, si recibo un mensaje de skype diciendo que debo actualizar mi
contraseña.
Me siento frágil cuando el mar estalla contra las rocas.
Me sentí muy frágil un amanecer, yendo hacia mi trabajo,
cuando un hombre negro, desarrapado, agitando un botellín de cerveza vacío en
el aire, cruzó a mi lado y me grito: “I am the world. El mundo es mío”. No fue
su color, ni su ropa, ni la cerveza amenazante, sus palabras me hicieron sentir
frágil.
Me siento frágil cuando un gato me mira de frente.
Me siento frágil cuando voy a enviar un mail, justo antes
de pinchar enviar y si es una carta,
en el instante de echarla al buzón. Cuando tengo que descalzarme y abrir mi
bolsa en los controles de los aeropuertos, cuando el avión va a despegar,
cuando va a aterrizar y a veces también cuando hay turbulencias (y me da por
pensar que los humanos no deberíamos volar, en caso contrario tendríamos alas).
A veces, me siento tan frágil, que me parece que la madera
de una mesa llora.
Cita del día: “La diferencia entre la vida y la muerte es
una frágil línea que todos rebasamos algún día” (Anónimo)