domingo, 26 de junio de 2011

ALEPH






MI ALEPH


   Encontré mi aleph particular en un charco. Yo tenía diez años y siempre andaba mirando al suelo. Tras siete inviernos de sequía ininterrumpida, no recordaba la lluvia: apenas una sensación de humedad en la ropa y mi pequeño paraguas azul de mariposas abierto en el zaguán, con mil gotitas sobre su tela tersa.
   Llovió tres días seguidos, una lluvia a ratos furiosa y a ratos lenta y fina como una canción. Ya pensaba que aquello ba a ser el diluvio universal cuando, acodada en el alfeizar de la ventana, vi salir el arcoiris sobre las antenas del tejado de enfrente.
   Mi madre recogió la ropa de los respaldos de las sillas, de la barra de la cortina de la ducha, de encima de los radiadores y la barandilla de la escalera y la sacó al patio. Mientras ella tendía yo me agaché a observar el agua, que bajaba desde las cuatro esquinas del patio y se arremolinaba sobre el desagüe del centro. Seguí el hilo de agua de lluvia que venía desde el rincón de las macetas y se remansaba junto al tiesto de una aspidistra. Allí estaba el aleph, escondido en un pequeño charco sucio en cuya superficie el sol se reflejaba con un brillo aceitoso.


Con una hoja seca lo removí y al cabo de un instante se concentró de nuevo, mostrándomelo todo: mi futuro y el pasado de mis antepasados, la fuerza de una hormiga y el miedo de un gigante, el final de todas las películas y el comienzo de todos los poemas, cada recodo de cada camino, tortugas poniendo huevos, la simas sepultadas de los océanos y mi último segundo de vida, un pozo sin fondo del que sacar los tonos infinitos del color, los terremotos que llegarían y los que resquebrajaron la antigua Tierra, los pétalos de una rosa en un vaso cayendo uno por uno, crías de pingüinos aprendiendo a vivir en un iceberg, las palabras de todos los diccionarios en todos los idiomas y el sonido de todos los instrumentos, el primer beso de mis padres y el último de mis abuelos, un campo de amapolas que se perdía en el horizonte, mis manos con arrugas, el gusto de todos los sabores y el olor de cada piel, las cartas que enviaría con todos sus detalles, un perro durmiendo bajo un árbol, una acuarela pintándose, pincelada a pincelada, en la mente de un artista y amarilleando y deshaciéndose tras el cristal de un marco, las casas sucesivas en las que viviría, la clave que descifra los códigos secretos, los rostros de mis hijos, el incendio de un bosque, todas las partituras en la cabeza de un alfiler, el Imperio Romano y la Historia de la Filosofía, las risas y las lágrimas de la humanidad entera, los trinos, los aullidos, el silencio y el rumor de los pasos en una calle vacía, Saturno y sus anillos, la sangre al microscopio, el primer alfarero y un pueblo abandonado, atlas incontables y un sinnúmero de pensamientos, muchas noches de insomnio, traiciones y venganzas, inventos que aún no existen y la resolución de todos los enigmas...una enciclopedia interminable que conocí de un golpe.
   Mi madre me llamó desde la casa. Me puse en pie. Las corvas me dolían como si hubiese estado en cuclillas desde siempre, pero las sombras del patio no habían cambiado. Atravesé las sábanas tendidas y llegué a la cocina. La merienda estaba preparada. Detrás de la ventana se iba secando el patio y mi aleph se evaporaría como un sueño al despertar. Han pasado treinta y siete años de lluvias y sequías. Sigo mirando al suelo.

Recomendación: El Aleph, de Jorge Luis Borges